Por Beatriz Cebas
Otra película más sobre vidas cruzadas. Esto es lo que pensé al leer en el programa del Festival de Cine de Toronto del año pasado el argumento de La Buena Vida, la última película del director chileno Andrés Wood. Precisamente por esa reticencia a entregarme una vez más a un trabajo cinematográfico donde la coralidad de los protagonistas y la relación que se forma en sus aparentes vidas inconexas son el eje central, descarté este filme de los escogidos para ver en la ciudad canadiense.
Meses más tarde, y a pesar de mis prejuicios iniciales, felizmente he caído en la tentación y he visto La Buena Vida. La película de Wood, estrenada recientemente en España tras ganar el Goya a la Mejor Película Hispanoamericana, ha conseguido que mi perspectiva sobre el tan manido recurso de las vidas cruzadas cambie.
Sin llegar a la desgarradora historia que el entonces matrimonio cinematográfico de González Iñárritu y Guillermo Arriaga cultivó con la pionera y magistral Amores Perros –trabajo gracias al cual Gael García Bernal acabó de despegar como el gran actor que es-, el conmovedor drama de 21 gramos o la historia global que culminó esta trilogía de la incomunicación que es Babel, lo cierto es que La Buena Vida posee una frescura que ya echaba yo en falta en el cine hispano.