Por Clara Jiménez Cruz
Aunque desgraciadamente la película de Michael Haneke que ganó la Palma de Oro en Cannes no llegará a España hasta enero de 2010 yo he tenido la oportunidad de verla este fin de semana en la ciudad natal de Robin Hood en la que me encuentro, y de ella os voy a hablar.
La voz de un anciano nos cuenta, poco a poco, la historia de un pequeño pueblo del norte de Alemania en 1913. Un pueblo en el que, antes del estallido de la guerra, una serie de hechos extraños tienen lugar sin que se pueda encontrar un responsable para los mismos. El médico cae de su caballo y es gravemente herido al tropezar con un misterioso hilo de metal que más tarde la investigación policial es incapaz de encontrar; el hijo del barón es apaleado y colgado bocabajo en un pajar sin que se pueda encontrar responsable ni motivo; un niño con síndrome de Down es también apaleado y dejado prácticamente ciego en medio del bosque.
Esa voz que nos guía resulta ser la del profesor del pueblo, un joven interpretado por Christian Friedel que conforme se van desarrollando los hechos intenta buscarles un sentido y, al igual que el resto del pueblo, un culpable. Pero la violencia de estos hechos no encuentra explicación alguna, y, como en un momento dice la baronesa, la envidia y la malicia que corroen el lugar impiden que sea un buen sitio para ver crecer a sus hijos. Y quizás sea esa maldad, ya palpable en 1913, la que hace que un profesor que ha sobrevivido a dos guerras mundiales en su propio país nos hable de ella, y de la imposibilidad de paz en una Alemania en la que la violencia en casa es incluso más importante que aquella que se llevó a cabo después de la muerte del archiduque en Sarajevo.
A lo largo de toda la película, rodada magníficamente en blanco y negro, sentimos una tensión muchas veces inexplicable que emana de lo que vemos, pero sobre todo de lo que no vemos, y que se masca entre los personajes y los hechos, y también entre el público, puesto que todos queremos acusar a los inacusables. Esto junto con la continua presencia de la muerte que nos sobrecoje a cada plano, porque está implícita en cada imagen, en cada personaje, en cada acción; es lo que nos hace removernos en el asiento, incómodos ante lo que estamos viendo, y, una vez más, lo que no vemos.
Es ese lazo blanco que el pastor pone a sus hijos cuando hacen algo mal para recordarles la importancia de la pureza el que nos recuerda la continua lucha de una sociedad entre lo que son y lo que aparentan ser, entre esa creencia religiosa de lo puro y las acciones que son luego llevadas a cabo por todos: los que predican, y los que no.